Conclusiones:
Por eso, la tarea de evangelizar es
la razón del por qué la iglesia vive desempeñando el oficio activo y permanente
de anunciar a Cristo.
La labor misionera es vital y
necesaria. Jesús desde ayer, hoy y siempre (Hebreos 13:8) continúa llamando a
nuestra puerta (Apocalipsis 3:20).
En la actualidad existe una gran
cantidad de evangelizadores que se desplazan día y noche por todo el mundo.
Gracias al esfuerzo abnegado y a la
lucha tenaz de los incansables y persistentes evangelizadores, a diario vivimos
tras el umbral de la esperanza de podernos convertir en verdadero imitadores y
seguidores de Cristo.
Aunque muchas puertas se cierren a
la proclamación del evangelio, siempre a parecen voces que atestiguan con
seguridad y confianza, que el ser humano sigue abierto a recibir a Cristo en su
corazón y a dejarse transformar en profundidad, como lo hicieron muchos en la
época de los primeros cristianos:
“Una
vez que llegaron a Antioquía, reunieron a la iglesia y le informaron todo lo
que Dios había hecho por medio de ellos y cómo él también había abierto la
puerta de la fe a los gentiles” (Hechos 14:27).
Hoy día, son muchos los obreros que
venciendo la utopía y la quimera del ejercicio ministerial, se entregan
incondicionalmente a proclamar la realidad del reino de Dios.
Sin embargo, se necesitan cada vez
más obreros, austeros, desinteresados y místicos laborando en la labranza rigurosa de Cristo.
De hecho, de la misma manera como
nadie espera ser reconocido en la victoria, cuando ha estado ausente en la
lucha, así de exigente es la tarea que nos ha encomendado Jesucristo.
Todos los cristianos al final de su
vida terrenal, debemos expresar con donaire la certeza de recibir la corona,
como recompensa de haber estado trabajando en la obra evangelizadora, como lo
afirmó el apóstol Pablo en sus palabras finales:
“He
peleado la buena batalla, he terminado la carrera y he permanecido fiel. Ahora
me espera el premio, la corona de justicia que el Señor, el Juez justo, me dará
el día de su regreso; y el premio no es sólo para mí, sino para todos los que
esperan con anhelo su venida” (2 Timoteo 4:7-8).
No dice a unos, sino a todos lo que
tienen esperanza de su venida. Como cristianos y líderes de la iglesia, somos
quienes propiciamos la venida de Cristo y su presencia en el mundo.
Por eso, no podemos omitir la acción
de dar a conocer el mensaje de Jesucristo por todas partes (Marcos 16:15). Hoy
más que nunca, el evangelio espera a quienes se animan a aceptar el desafío de
proclamar, anunciar, recibir y vivir la Palabra de Dios.
A los cristianos se nos ha
encomendado la misión de glorificar la Palabra de Dios y difundir las Buenas
Noticias de salvación.
Sin embargo, esta recomendación la
obviamos, y en otras ocasiones, boicoteamos el cumplimiento del propósito
misional.
El mayor mal del mundo es pretender
callar a quienes proclaman la verdad.
Pero la peor actitud, es de quienes
teniendo el deber de proclamar la verdad, la ocultan y la esconden, como se
pretende camuflar una lámpara después de haberla encendido (Marcos 4:21-23).
Cuando la sociedad es un caos, no es
por causa de la anarquía del mal, sino por la ausencia del orden y la falta de
organización de sus miembros.
Lo mismo sucede con el atraso de la
completa instauración del reino de Dios en el mundo, el cual fue anunciado,
introducido y completado (Juan 17:4) por Jesucristo como su principal proyecto
de su labor (Marcos 1:15).
Al final de su ministerio, Jesús
sabía que todo estaba ya hecho. No faltaba nada por hacer. Después de haber
trabajado lo único que se tiene es sed, por la deshidratación a causa de su
labor física, en su cuerpo, por eso Jesús pidió agua (Juan 19:28). Es decir,
como la edificación del reino estaba terminada pudo decir con satisfacción:
“Todo está terminado” (Juan 19:30).
Cada cristiano es como un soldado en
un ejército, un obrero en una compañía, un miembro de un club, un cliente de un
supermercado, un alumno de una universidad, una unidad en un cuerpo de bomberos
o de defensa civil, un atleta en un equipo de alta competencia.
Por eso, nos corresponde como el
apóstol Pablo, simplemente expresar: “He
peleado la buena batalla, he terminado la carrera y he permanecido fiel. Ahora
me espera el premio, la corona de justicia que el Señor, el Juez justo, me dará
el día de su regreso; y el premio no es sólo para mí, sino para todos los que
esperan con anhelo su venida” (2 Timoteo 4:7-8).
La total y completa evangelización
no ha llegado a la plenitud es por la falta de interés y la inexistente pasión
del liderazgo cristiano. Somos cada uno una unidad de un cuerpo.
Para a hacer que funcione el reino
de Dios en este mundo es la acción de unidades evangelizando. Cada persona en
la iglesia es un evangelizador.
Aunque la evangelización no se ha
detenido, el ímpetu y la vehemencia, que nos transmitieron los líderes de la
primitiva comunidad cristiana, se ha apagado y, en algún tiempo y en ciertos lugares,
hasta se ha esfumado.
Algunas veces, el desgano y la
negligencia, han sido tan evidentes entre los agentes de la evangelización, que
las piedras han estado a punto de reventar y de quebrarse a gritos.
Sin embargo, las piedras, aún siguen
guardando, porque es su hábitat y, también, porque todavía se levantan voces de
líderes desde variadas tribunas, clamando desde lo alto lo que escuchan en su
interior (Mateo 10:27).
De todas maneras existen
evangelizadores muy comprometidos. Y es esa constancia y tenacidad de algunos
misioneros que han convertido a la evangelización en una ocupación seria dentro
de la iglesia.
Los evangelistas continúan considerando la misión de
evangelizar como su imperante prioridad de su ministerio, son luz en medio de
tanta oscuridad. Estos sacrificados y desinteresados hombres de Dios, guardan
con auténtico celo y novedoso ardor, el significado eterno del anuncio del
evangelio.
Ante semejante desfachatez y
atrevimiento de los fariseos, que pretendían callar las voces de quienes alaban
y proclaman a Dios, con descarada osadía pidiéndole a Jesús que obligara a
guardar silencio a sus seguidores, el Maestro les respondió: “Si ellos se callaran, las piedras a lo largo
del camino se pondrían a aclamar” (Lucas 19:40).
No hablamos de Cristo, por el sólo
gusto y emoción, ni por los gestos de amabilidad y admiración de la gran “fanaticada”,
ni por el prestigio y el éxito mediático de unos cuantos populares
evangelistas.
Evangelizar es un deber.
Como lo exclamó el apóstol Pablo: “¡Qué terrible sería para mí si no predicara
la Buena Noticia!” (1 Corintios 9:16).
La evangelización total y completa,
con todos los elementos que la integran, no es un capricho, ni un simple deseo
de hacer proselitismo para ganar adeptos.
Ante la petición de los fariseos
para que Jesús reprendiera a sus discípulos, se descubre un concepto más
profundo. Según, la concepción teológica y la mentalidad judía, Dios espera a
quienes han de venir. Para el pensamiento cristiano, Dios viene a buscar y a
salvar lo que estaba perdido (Lucas 19:10).
Además el amor de Dios a favor de
todo el mundo fue de tal manera que envió a su Hijo, para que creyendo en él,
descubramos lo apartados que estábamos de Dios y recibamos el regalo de la vida
eterna (Juan3:16).
La vida eterna es el conocimiento de
Dios y de Jesucristo aquí en la tierra, en esta vida física, con la actitud de
sobriedad espiritual (1 Pedro 5:8), en vigilancia perpetua, no en la carne,
sino en el espíritu. Espíritu que siempre está bien dispuesto, aunque la carne
sea débil (Mateo 26:41).
Por eso, el discernimiento de un
cristiano debe ser evidente, medible y palpable. No hay lugar para
ambigüedades. Todo es claro y preciso. No hay opción, o guarda silencio la
naturaleza y lo discípulos hablan, o los discípulos callan y la naturaleza
habla. No hay dilema.
La Palabra de Dios es soberana y no
estará encadenada (2 Timoteo 2:9). En libertad absoluta sigue su curso,
corriendo veloz por todas partes (Salmo 147:15). Nadie podrá obstaculizar la
acción evangelizadora y jamás se detendrá la obra Dios (Hechos 5:39).
El evangelio nos identifica como
cristianos cuando lo compartimos.
Si dejamos de anunciar el mensaje de
Cristo, quienes perdemos somos nosotros. Porque en vez de recibir la recompensa
(Apocalipsis 22:12), estaríamos excluidos de su galardón.
Por eso, sin dudarlo, a la orden de
nuestro Señor, los mensajeros nos movilizamos rápidamente a llevar la Buena
Noticia de salvación.
La misión no es decisión personal.
La labor de evangelizar tiene un carácter apostólico, en el sentido de que
somos enviados y emisarios de Cristo (Juan 8:42).
Por eso, en todo momento la naturaleza
anhela la manifestación de los hijos de Dios (Romanos 8:19).
Y cuando la iglesia relaja la
vehemencia de su presencia evangelizadora en el mundo, la tierra gime, de la
misma manera como claman quienes se mantienen fieles al Espíritu, esperando que
se manifiesten los demás cristianos que conforman el cuerpo de Cristo (Romanos
8:22-23).
La queja y el gemido son contra los
cristianos. Aquellos que siendo creyentes en Cristo, se mantienen al margen del
compromiso evangelizador, permanecen fríos y se muestran indiferentes ante Dios
y frente al deber de proclamar eternamente su Palabra.
La predicación se hace a tiempo y
fuera de tiempo, con enérgicas advertencias y útiles amonestaciones para
vigorizar la vida espiritual.
El anuncio de la Palabra de Dios se
realiza con sólidas y apropiadas exhortaciones, consolando y fortaleciendo la
lucha de la vida interior, consolando con paciencia y en amor, sin dejar de
enseñar la sana y original doctrina de la Palabra de Dios.
"Predica la palabra de Dios. Mantente preparado, sea o no el tiempo
oportuno. Corrige, reprende y anima a tu gente con paciencia y buena
enseñanza" (2
Timoteo 4:2).
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